
Jorge Gómez Barata
A diferencia de vanguardias y pueblos que han perdido oportunidades para desarrollar el sistema político y construir democracias genuinas, incluso autóctonas, los árabes y norafricanos nunca las han tenido. En ocasiones y por siglos los impedimentos llegaron de fuera y otros fueron generados desde dentro. En conjunto mediante procesos que abarcan unos mil quinientos años se gestó un perenne anquilosamiento de las estructuras políticas y un conflicto de civilizaciones y visiones todavía vigentes y que ahora, desde Túnez y Egipto puede haber comenzado a dinamizarse.
Comenzado en 1095, a lo largo de más de siglo y medio, los papas y los monarcas europeos lanzaron contra los pueblos del Oriente Medio varias grandes expediciones militares denominadas Cruzadas, con el objetivo declarado de “Acabar con los Infieles” “Liberar la Tierra Santa”, “Recuperar el Santo Sepulcro” y otras excusas ideológicas cuando en realidad eran invasiones militares de ocupación y saqueo.
Las Cruzadas fueron la primera y más grande manifestación de intolerancia religiosa internacional de todos los tiempos y, como se sabe, no fue obra del Islam sino de los papas y de los reyes europeos que, mediante invasiones militares, en nombre de su fe, trataron de suprimir la fe de otros.
Estimulada por aquellas visiones y operaciones, tanto en Europa como en el Oriente Medio, la religiosidad cobró un auge desmesurado y comenzó a desempeñar un papel en la política mundial y en las guerras de conquista que de otro modo no hubiera tenido. Así se gestó la oposición entre el cristianismo y el islam que carece de base teológica y con la cual Cristo y Mahoma nada tuvieron que ver.
Como resultado de aquellas expediciones las tropas europeas ocuparon Anatolia (1097) entonces capital de Turquía y avanzaron sobre Egipto, Siria, Palestina, Líbano y Jerusalén, donde pasaron a cuchillo a la mayor parte de los habitantes, la Primera Cruzada dio lugar al establecimiento de cuatro grandes enclaves cristianos, el más importante el Reino Latino de Jerusalén que duró más de siglo y medio. La respuesta árabe llegó cuarenta años después cuando las huestes musulmanas tomaron varias posiciones cristianas.
Ante la reacción árabe, el papa de turno despachó la Segunda Cruzada (1145) neutralizada por la resistencia islámica. El escenario quedó listo para la entrada en escena de Saladino que en 1169 controló Egipto y en 1187 liquidó el reino Latino de Jerusalén. La degollina quebrantó a la elite militar formada, entre otros, por los Caballeros Templarios y Hospitalarios.
La Tercera Cruzada (1187) a la cual, al llamado del papa Gregorio VIII se sumaron tres reyes europeos: Federico I emperador del Sacro Imperio Germánico, Felipe II de Francia y Ricardo Corazón de León de Inglaterra que, aunque no pudieron reconquistar a Jerusalén, restablecieron el Reino Latino, que se mantuvo otros cien años. La última Cruzada en 1270 se dirigió contra Túnez y finalizó con la muerte del rey francés que la había convocado.
Desde el punto de vista europeo, las Cruzadas fueron un fracaso y para los árabes, si bien reforzaron su unidad, su fe y su identidad, propiciaron deformaciones estructurales asociadas a un crecimiento anómalo del estamento militar, estimularon el caudillismo, acentuando la función política de la fe, lo cual condujo a sistemas políticos teocráticos como fueron el califato y el sultanato. La resistencia a las Cruzadas absorbió las energías y los recursos de la región y significaron siglos perdidos para el desarrollo económico, social y cultural. Con aquellas agresivas expediciones, Europa en nombre de la Cristiandad sembró vientos de opresión e intolerancia religiosa que soplan todavía.
Resistir a Europa y no perecer frente a ella, no constituyó una victoria total de los pueblos islámicos que no pudieron liberarse de ellos mismos. Durante alrededor de 500 años los árabes fueron subyugados; esta vez no por Europa, sino por el Imperio Otomano, que en su época de esplendor abarcó territorios de tres continentes.
Con la derrota de Turquía en la Primera Guerra Mundial, no llegó para los pueblos árabes, del Magreb y el Norte de África la liberación sino que, como parte del nuevo reparto del mundo, cayeron bajo la dominación de Inglaterra y Francia, opresión que no cesó hasta después de la II Guerra Mundial, aunque sus efectos de muchas maneras llegan hasta hoy.
A estas alturas de la exposición es importante acotar que, aunque pagando un alto precio (126 000 muertos) los vencedores en la Primera Guerra Mundial fueron los Estados Unidos, entonces gobernados por Woodrow Wilson, autor de los tratados de Versalles y creador de la Sociedad de Naciones, a quien le interesaba más establecer la hegemonía sobre Europa que colonizar territorios que, una vez completa la expansión territorial, dejó de ser la filosofía norteamericana.
El hecho de que entonces (1918) el petróleo no tuviera la relevancia que adquiriría años después, las reservas del Medio Oriente no fueran totalmente conocidas y Estados Unidos fuera el primer productor y exportador mundial de un producto entonces abundante y que diez años después todavía se vendía a unos 10 centavos el barril, explica por qué Wilson, indiferente frente al destino de los pueblos árabes, dejó hacer a ingleses y franceses que los convirtieron en colonias y protectorados suyos.
Cuando por fin, como resultado de la II Guerra Mundial en la cual Francia fue ocupada por los nazis, Inglaterra quedó exhausta y arruinada y Alemania derrotada, llegó para los pueblos árabes la hora de la descolonización y luego de la liberación nacional; también se particionó a Palestina, creándose a Israel; por esa época comenzó la Guerra Fría, que junto con los graves problemas estructurales internos contribuyeron a nuevas tensiones, estancamientos y reveces y a otras oportunidades perdidas. Mañana les cuento. Allá nos vemos.
La Habana, 17 de febrero de 2011