A los 74 años, murió Leonardo Favio,
artista único, figura de la cultura popular del último medio siglo
Un niño solo, un
cine grande
En sus películas pueden encontrarse
ejercicios íntimos y movimientos operísticos; como cantante encontró la
popularidad antes que en el cine. En cualquiera de sus facetas, Favio fue un
artista personalísimo, caracterizado por la integridad y la coherencia.
Hacía tiempo que su salud lo tenía frágil,
muy guardado, cada vez más reacio a los reconocimientos y los homenajes, que
por otra parte nunca le gustaron (“Los valoro mucho, son como caricias, pero ya
no quiero más”, dijo hace poco). Y aunque estaba internado en terapia intensiva
desde varias semanas atrás, por una afección pulmonar, la noticia de su muerte
–ayer, a los 74 años, en el Sanatorio Anchorena, de Capital; sus restos son
velados en el Salón de los Pasos Perdidos de la Cámara de Senadores– no fue
menos dolorosa. Leonardo Favio fue, qué duda cabe, un cineasta enorme, único,
de un talento y un vuelo lírico sin parangones en el cine argentino, al que le
entregó algunas de sus películas más bellas, desde Crónica de un niño solo
(1964) hasta Aniceto (2008).
Pero Favio fue, también, mucho más que eso:
una figura singularísima, incomparable, de la cultura popular del último medio
siglo, a la que marcó no sólo con sus canciones –incorporadas al inconsciente
colectivo de varias generaciones– sino también con su perenne, incondicional
adhesión al peronismo, del que se convirtió en una suerte de encarnación de su
imaginario. Hay algo básico, esencial, de la identidad argentina que siempre se
expresó en Favio, en su vida y en su obra.
Aun en sus facetas más disímiles, que podían
parecer antagónicas, Favio logró ser siempre él mismo, un hombre de una sola
pieza, de una integridad y una coherencia que provenían de su humildad y de su
franqueza a toda prueba. “Cuando canto no hago cine y cuando hago cine no
canto. Pero las dos cosas me apasionan, me gustan... Y son cosas de Favio”, le
dijo al autor de estas líneas en un reportaje publicado en Página/12 en agosto
de 2006. “Yo no me separo. Y como yo digo, cada uno vuela hasta donde le dan
sus alas, ¿no? A mí me gustaría haber tenido el vuelo poético del Serrat de los
primeros discos. Bueno, llegué nada más que a Favio, pero estoy contento. Yo sé
que estoy en el corazón de casi todo el mundo de habla hispana con mis
canciones. Son simples, muy simples. Hasta hay un libro que escribió el chileno
Luis Sepúlveda que está basado en una canción mía. A mí me gusta todo lo que
hago. Pueden parecer cosas distintas, pero yo lo vivo con la misma pasión.”
Esa pasión se remonta a un callejón de tierra
de Luján de Cuyo, en Mendoza, donde Leonardo Favio nació, el 28 de mayo de
1938, como Fuad Jorge Jury. Desde que tuvo memoria, su padre siempre estuvo
ausente, pero ese abandono lo compensaron el amor de sus abuelos –que habían
formado una compañía de teatro en el pueblo– y el de su madre y su tía, Laura
Favio y Elcira Olivera Garcés, actrices que lo iniciaron en la magia del
radioteatro, donde Leonardo también hizo sus primeras incursiones como actor.
Esa vida lenta de provincia, en la que había tiempo para contemplar la luna y
las estrellas, y en la que las mujeres de su familia rezaban a la luz de las
velas, unida a la revelación de un mundo hecho de ficciones tan ingenuas como desbocadas,
contribuyó –según el propio Favio– a su cosmogonía artística. Su paso triste
por el Hogar El Alba, un correccional de menores, también, como lo probaría su
primer largometraje, Crónica de un niño solo, al que llegó de la mano de su
querido maestro y mentor, Leopoldo Torre Nilsson.
El descubrimiento del cine
Babsy, como le decía cariñosamente Favio, lo
había descubierto en papeles menores en la televisión, mientras buscaba
desesperadamente al protagonista de El secuestrador. Corría el año 1958 y Torre
Nilsson ya era –después de su película inmediatamente anterior, La casa del
ángel (1957), premiada en Cannes– el director más importante del cine
argentino. “Fue la primera vez que yo identifiqué el nombre de un director”, le
contó Favio a Adriana Schettini en Pasen y vean – La vida de Favio (1995), un
libro esencial para conocer su biografía y su obra. “Yo nunca me había fijado
en que las películas tenían director. No sabía lo que era un director. Para mí
en las películas sólo existían los actores y las hacían los actores.”
A partir de allí, Favio y Torre Nilsson se
hicieron grandes amigos, y no parece arriesgado afirmar que Leonardo tomó a
Babsy como una figura paterna. Fue Torre Nilsson quien le dio vuelo a Favio,
que de pronto pasó a convertirse en una estrella del cine argentino de esos
años, como coprotagonista de El jefe (1958), de Fernando Ayala, junto a Alberto
de Mendoza; En la ardiente oscuridad (1958), de Daniel Tinayre, con Mirtha
Legrand; y Dar la cara (1961), de José Antonio Martínez Suárez, con Lautaro
Murúa. El propio Torre Nilsson también lo volvió a convocar para Fin de fiesta
(1960), La mano en la trampa (1961) y La terraza (1963), pero Favio nunca se
sintió verdaderamente un actor de cine, donde, a diferencia del radioteatro, se
sentía incómodo.
“No me gusta mucho acordarme de eso, porque
pasó por mi vida como quien lee un diario rápido. No quedó en mis sentimientos.
Quedó El jefe, de Ayala, porque en la época en que trabajaba en esa película
descubrí mi cuerpo, pero eso es algo que está más relacionado con lo hermoso de
ser joven que con la película en sí. Las películas con Babsy quedaron, por el
hecho de que me permitían estar con un amigo. Pero la única película que para
mí fue trascendente es Cuando en el cielo pasen lista, en la que participé cuando
estaba internado en el Hogar El Alba. Esa película la recordé toda mi vida
porque ese día –yo tendría ocho años– nos dieron chocolate.”
El cine, sin embargo, le permitió conocer a
María Vaner, el primer gran amor de su vida y a la que se propuso conquistar
dándose aires como director, primero con un corto, El amigo (1960), sobre sus
recuerdos de adolescencia en el Parque Japonés, y luego con la seminal Crónica
de un niño solo (1964), también de origen confesional, inspirada en su paso por
el instituto de menores.
La revelación como director
Relato de iniciación, la ópera prima de Favio
sigue sorprendiendo hoy por la clásica modernidad de su puesta en escena, que
ha logrado atravesar indemne la prueba del tiempo. A casi medio siglo de su
realización, Crónica de un niño solo parece hecha casi ayer, al punto de que no
es casual que buena parte del llamado Nuevo Cine Argentino –desde los pibes
chorros de Pizza, birra, faso hasta el Rulo de Mundo Grúa– pueda reconocer su
origen en esta película. En un momento en que el cine nacional solamente
parecía confiar en los diálogos (y a cual más impostado), el debut de Favio
vino a demostrar cómo era posible hacer del sonido un elemento dramático: el
silbato del celador del correccional es tan elocuente como el silencio que
impone la disciplina o los gritos de furia que de pronto estallan en una
forzada pelea en el baño.
Como en Los olvidados, de Buñuel, Favio no
embellece la pobreza. Simplemente la expone en todos sus sentimientos, por
complejos y crueles que sean. “Por Crónica... pasa la vida, no es ni triste ni
alegre, es la vida contada con ternura. No tengo rencor con los personajes”,
dijo. La materia de su película está viva, respira, se reconoce como una parte
intransferible de la realidad argentina y, al mismo tiempo, la trasciende, con
una belleza auténtica, completamente ajena a la sensiblería y la complacencia.
Hay aquí un lirismo, una poesía que no teme trabajar con los elementos más
oscuros, que en manos del director se vuelven extrañamente luminosos.
A este film primordial le siguió otro no
menos fundante: Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó
trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más... (1967). Basado en un
estupendo cuento, “El cenizo”, escrito por su hermano y permanente colaborador,
Jorge Zuhair Jury, Favio depuró aún más el ascético estilo que había
desarrollado en su película anterior y –en el que muchos consideran el mejor
film de toda su obra y, por consiguiente, de todo el cine argentino– narró la
tragedia de un triángulo amoroso condenado por el destino con un laconismo y
una hondura mítica casi borgeanas (de hecho, Borges, a pesar de su
antiperonismo, siempre fue uno de los pocos autores que Favio reconocía como de
lectura permanente, además de la Biblia y el Corán).
En el papel protagónico, el de ese galán de
pueblo dueño de un gallo de riña, descubrió a un joven actor llamado Federico
Luppi, un Aniceto inmejorable, a quien acompañaron a la perfección Elsa Daniel
como la Francisca y María Vaner como Lucía, la otra, “la intrusa”,
desencadenante de la tragedia. Multipremiada por la Asociación de Cronistas de
la Argentina y por el Instituto Nacional de Cinematografía, El romance...
también fue reconocida en el exterior, pero Favio siempre descreyó del circuito
de festivales internacionales, a los que siempre les dio la espalda, por lo
cual su obra nunca fue bien conocida fuera del país.
Otro tanto sucedió con El dependiente (1969),
su tercer largo y el último de su obra filmado en blanco y negro, basado
también en un cuento de su hermano Zuhair Jury. De un minimalismo extremo, la
anécdota volvía a girar alrededor de la pequeña vida de pueblo, en este caso el
amor tácito del dependiente de un almacén (Walter Vidarte) por la señorita
Plasini (Graciela Borges). Pero a diferencia de El romance..., se percibe en El
dependiente una mirada menos sensible y más crítica a la mezquina, sórdida vida
de pueblo. La cámara y las actuaciones también se vuelven más expresivas,
anticipando el giro copernicano que dará su obra.
El cantante
Para entonces, ninguna de sus películas había
sido un éxito de público, pero Favio conoció de pronto el fervor popular
gracias a sus canciones. En 1968 grabó el single “Fuiste mía un verano”, que se
convirtió en un hit de ventas no sólo en Argentina sino en toda América latina.
Por primera vez se hablaba de “vos” y no de “tú” en una balada, se incorporaba
la palabra “piba” y con ella el lenguaje argentino. Le siguieron otros éxitos,
como “Ella ya me olvidó”, “O quizás simplemente le regale una rosa” y “Quiero
aprender de memoria”, donde en una época de rígida censura –eran los años de la
dictadura militar de Juan Carlos Onganía– asombraba el erotismo de la letra,
que decía: “Quiero aprender de memoria, con mi boca tu cuerpo, muchacha de
abril”. Y para las orquestaciones, Favio –que nunca estudió música de manera
académica, como tampoco cine– pedía oboes y cellos, por su pasión por la música
barroca, que ya había utilizado de manera magistral en sus tres primeras
películas.
Utilizando una comparación de orden musical,
se podría pensar que si en sus comienzos Favio hizo un cine íntimo, equivalente
a la música de cámara, luego sintió la necesidad –una necesidad expresiva, pero
también ideológica, que se correspondía con su naturaleza popular y con su
fervor por el peronismo– de cambiar el curso de su obra hacia un cine de masas,
de dimensiones primero operísticas y luego sinfónicas. A su vez, con la llegada
del color, su cine reveló una naturaleza desmesurada, orgiástica, dionisíaca:
de los susurros de Crónica de un niño solo pasó a los gritos de Nazareno Cruz y
el lobo; de la soledad que habitaba en el alma gris de El dependiente saltó a
las multitudes embanderadas de Gatica; del ascetismo monocromático del Aniceto
y la Francisca viró al rojo sangre de Juan Moreira.
El sonido y la furia
En mayo de 1973 (un mes antes de la masacre
de Ezeiza, donde salvó de la muerte a una docena de militantes, amenazando a
los torturadores con su suicidio público), Favio entregó uno de los mayores
éxitos de público de la historia del cine argentino, Juan Moreira,
protagonizada por Rodolfo Bebán. En retrospectiva, es imposible no ver a ese
gaucho renegado, que se resiste a ser sometido por la “milicada”, como una
sintonía absoluta con el espíritu de la época: la primavera democrática y el
regreso del peronismo al poder.
Los recursos formales ya no son los del rigor
y la austeridad bressonianos sino los del folletín, del spaghetti western y de
las telenovelas. Ese desborde lo llevó inmediatamente después al exceso
verdiano de Nazareno Cruz y el lobo (1975), basado en un radioteatro de Juan
Carlos Chiappe, un film lleno de sonido, de amor y de furia, que con sus tres
millones y medio de espectadores sigue siendo el film más popular de toda la
historia del cine argentino. Pero que por su uso de los estereotipos despertó
las suspicacias de la crítica de izquierda, que antes lo había celebrado, como
sucedió con Enrique Raab y un memorable y polémico artículo publicado en el
diario La Opinión.
El golpe militar del 24 de marzo de 1976
sorprendió a Favio en pleno rodaje de Soñar, soñar, una fantasía de ambiente
circense protagonizada por Carlos Monzón y Gianfranco Pagliaro como dos
grotescos artistas trashumantes. Y una vez más, Favio pareció sintonizar
intuitivamente con su época. El que en su momento fue un auténtico film
maldito, ignorado por el público y vilipendiado por la crítica, hoy puede ser
leído como el reflejo de esa época violenta y oscura, con esos dos tristes
personajes como los restos heridos del pueblo peronista después del brutal
asalto al poder de Videla.
La sangre derramada llegaría con Gatica, el
Mono (1993), un proyecto largamente acariciado por Favio y que hizo del célebre
boxeador una parábola cristiana y peronista, el mártir del pueblo envuelto en
una bandera argentina teñida de rojo.
Con Perón, sinfonía del sentimiento
(1994-1999), Favio se permitió contar la historia del peronismo a su manera. En
las seis horas de duración de este documental en muchos sentidos fuera de serie
–por su extensión desmesurada; por su estética entre anacrónica y naïve; por su
insólita producción, asumida tanto por Eduardo Duhalde como por Héctor Ricardo
García–, Favio se sumergió en la mitología antes que en la política, como si
hubiera querido encontrar el paraíso perdido de su infancia.
La síntesis
Finalmente, Aniceto (2008), su versión-ballet
de la película original, con el bailarín Hernán Piquín en el papel protagónico,
vino a expresar un momento de síntesis en la obra de Favio; de síntesis en el
sentido de summa, donde conviven por fin esos dos grandes bloques en que hasta
entonces parecía dividirse de manera irreconciliable su filmografía. Es, al
mismo tiempo, volver al principio –al principio de su cine, pero también al
pueblo y a las historias de su infancia– pero con el bagaje expresivo y la
paleta multicolor adquirida en sus años de madurez. Este Aniceto tiene mucho de
paradoja: es la intimidad, pero a gran escala.
La voz en off del propio Favio –dulce,
temblorosa– que introduce la tragedia confirma también el carácter casi
confesional de un proyecto como Aniceto: Favio habla de esta historia como una
que nunca ha dejado de “poblar mis noches de insomnio”. Se trata de ingresar en
su mundo más personal, el de sus sueños y sus desvelos, esa frontera del alba
que alimentó obsesivamente su imaginación. Por eso es coherente que Aniceto
haya sido filmada íntegramente en el interior de un estudio: allí Favio pudo
reproducir su idea de ese pequeño pueblo de provincia, simbolizarlo con unos
pocos elementos escenográficos, casi como si fuera teatro kabuki, pero con una
identidad inexorablemente argentina. Como la de toda su obra.