Jorge Gómez Barata
“…Aquí
se alzó en otro tiempo una ciudad opulenta; existió un imperio poderoso… ¡He
aquí lo que resta…! ¡Un lúgubre esqueleto!... ¿Dónde existen aquellos baluartes
de Nínive, aquellos muros de Babilonia, aquellos palacios de Persépolis,
aquellos templos de Balbek y de Jerusalén? ¿Dónde están las flotas de Tiro, los
astilleros de Arad, los talleres de Sidón…?
Así,
impactado por el esplendor degradado de lo que fue la magnífica Palmira fundada en el siglo II, escribió Constantin-Francoise
Chasseboeuf, conde de Volney, en uno de los libros más leído de todos los
tiempos: Las Ruinas de Palmira o Meditaciones sobre las Revoluciones de los
Imperios.
El
libro llegó a mí como parte de una bibliografía de aquellas que la doctora
Estrella Rey, una ilustre catedrática de la Universidad de la Habana, indicaba
a sus discípulos cuando explicaba lo que ella llamaba: La parábola del
despotismo presente en las civilizaciones del Oriente Medio que van del
impresionante esplendor a la ruina más absoluta y de nuevos períodos de auge a
catástrofes todavía mayores…
Palmira,
que significa lugar de las palmas o palmar, es una ciudad siria fundada por
Salomón en el siglo II y cuya historia, como todas las urbes del Oriente Medio,
está ligada tanto a los orígenes de la civilización como a interminables ciclos
de violencia, guerras y conquistas protagonizadas por los imperios y los
sátrapas que, seglares o eclesiásticos,
oprimen a pueblos que parecen creados para probar la capacidad humana de sufrir
y soportar.
Lo
curioso de Palmira es que debe la fama no al esplendor de su civilización, su arte y su industria, sino a sus ruinas,
mismas que el olvido y no la preocupación conservaron y la convirtieron en un
Patrimonio de la Humanidad en una zona donde se honra lo vetusto y se descarta
el progreso.
De
estudiante me resultó curioso la historia de Palmira ligada a dos mujeres que
merecieron mejor destino. Una fue la reina Zenobia, viuda de un emperador romano, que vencida por otro
fue humillada al exhibirla tirando de un carro con arcenes de oro. La lady
Hester Stanhope, una bella, desinhibida y audaz exploradora británica, llamada
la Reina Blanca de Palmira, que desde 1813 hasta su muerte trató sin éxito de
emular a Zenobia, invirtió en ello su fortuna y murió cerca de Damasco
abandonada y pobre.
Asediada
una y otra vez por los romanos y otras fuerzas de la región, en 273 los
musulmanes la tomaron en el año 634 y en 1089 un terremoto completó la obra y
paralizó su historia. Desde entonces, existen las ruinas que ahora serán
convertidas en polvo por otros musulmanes del llamado Estado islámico, los más
temibles depredadores engendrados por el género humano.
“Las
Ruinas de Palmira” fue editado por primera vez en Londres en 1807. Por su
liberalismo y su fino ateísmo, fue una de las obras más populares del siglo XIX
hasta que en 1846 el Vaticano lo incluyó en el Índice de Libros Prohibidos. Las
ruinas de Palmira dejaran de ser notables porque más devastadas quedaran las
ciudades de Siria, Babilonia, Yemen y Afganistán.
Debido
a que en muchas partes del mundo hay palmeras, existen también muchas comarcas
y ciudades llamadas Palmira. Recuerdo ahora las de España, Colombia, México,
Panamá, Cuba y La Florida, donde una espléndida avenida es llamada Palmetto,
debido a que allí, las palmas eran enanas.
No
voy a discutir la consideración, a veces exagerada, con que son tratadas las
ruinas legadas por guerras y tiranías, pero las que ahora dejan a su paso las
dictaduras, los imperios y los teócratas, son monumentos a la estupidez humana.
Difícilmente
Palmira sobreviva a la barbarie del Estado Islámico. Más terrible es la suerte
de los miles de sirios que no vivirán para llorar la perdida y peor la de
aquellos a los que se les negó la oportunidad de nacer. Allá nos vemos.
La
Habana, 23 de mayo de 2015