Jorge Gómez Barata
En
diferentes países de América Latina están en marcha procesos políticos entre
cuyos rasgos principales figuran la consolidación institucional y la
modernización de los sistemas políticos. Esos cambios, aunque con diferentes
grados de profundidad y radicalismo, tienen en común un signo progresivo que
conlleva a elecciones más creíbles, al alejamiento del poder de las
oligarquías, así como al fin de los golpes de estado militares y de las
dictaduras.
Debido
a la estructura presidencialista de los modelos latinoamericanos, y a una
tradición que exagera el papel de las personalidades, los liderazgos nacionales
se concentran en individuos que, aunque son promovidos por entes políticos
colectivos, antiguos y nuevos, a la larga tienden a prevalecer sobre ellos.
El
fenómeno se encuentra con la creencia de que la competencia política y la
alternancia de individuos y partidos, es una garantía para el funcionamiento
democrático del sistema. Ese punto de vista llevó a la limitación de las
posibilidades de reelección, que como se prueba en países como México, no
aportan garantía alguna, y en otros casos, como el de Brasil, sirve para
cumplir un formalismo, lo que en determinadas coyunturas, obliga a prescindir
de liderazgos eficientes.
En
dicha práctica, que solo existe en Estados Unidos y América Latina, influye no
poco el ejemplo norteamericano, donde funciona mejor debido al predominio que
allí tienen las instituciones, a la separación real de los poderes del estado,
y al carácter moderado de la oposición, a la que no se le ocurre “tumbar al
gobierno”, sino que ejercita sus funciones desde el Congreso y los tribunales
federales, incluyendo la Corte Suprema. El poder mediático, aunque ejerce
influencia, se abstiene de llamados incendiarios.
Debido
a que en los actuales procesos políticos de América Latina prevalecen los
mecanismo electorales, y la nueva izquierda en formación carece de profundidad
para cada pocos años relevar el liderazgo, casi sin excepción surge el problema
de la reelección, para lo cual, por lo general, es preciso reformar las
constituciones, en torno a lo cual se promueven intensos debates que absorben
energías, distraen, dividen al país y privan a la izquierda del apoyo de
elementos que desconfían de los mandatos extensos.
Es
obvio que la oposición, integrada de oficio por las entidades perdedoras en las
elecciones, forma parte del proceso democrático. De hecho es difícil concebir
la democracia sin que frente al gobierno de turno, (que no es el estado ni la
nación), exista una visión alternativa con capacidad para apoyar y criticar o
las dos cosas a la vez, cosa que suele denominarse apoyo crítico u oposición
responsable.
Por
otra parte, al tratar de cumplir ambiciosos programas políticos, económicos y
sociales en el breve período de un mandato, presiona y obliga a apurar los
procesos, fenómeno que a veces deriva hacia la improvisación, y lo que es peor,
a la radicalización, que origina enormes contradicciones que un ritmo más
mesurado pudiera evitar.
Esta
circunstancia está resuelta en la mayoría de los países donde el sistema
democrático, con reelección o sin ella, ha madurado y funciona, y donde el
poder y la oposición se complementan y compiten sin agredirse. En realidad, lo
importante es que al interior de la clase política, de la cual forman parte la
izquierda, el centro, y la derecha, se geste un consenso acerca de que lo
esencial es el país, el progreso, la promoción de la justicia social, el fin de
la exclusión, y el perfeccionamiento de las estructuras, incluido el estado.
Hubo
un tiempo en Latinoamérica, que duró más de doscientos años, en el cual la
oligarquía conservadora gobernó autoritariamente, impuso dictaduras militares o
sostenidas por los estamentos castrenses, impidiendo el desarrollo de las instituciones
civiles. En aquellos contextos la izquierda, liberal o marxista, no tenía otra
alternativa que promover la lucha de clases, el ejercicio de la fuerza, e
incluso las revoluciones.
Aquella
etapa no concluyó, sino que al parecer se ha invertido. Salvador Allende llegó
al poder por medios pacíficos, y fue expulsado violentamente por una oposición
que violó sus propias reglas. Así ocurre hoy con las tentativas de derrocar o
cesar por vías no electorales a gobiernos electos.
El
sistema político latinoamericano está requerido de un ejercicio
institucional, profesional, eficiente y refinado del poder, pero también
de un comportamiento equivalente de la oposición, incluyendo los medios de
difusión y los poderes del estado, que como el sector judicial, los parlamentos
y las estructuras militares, de seguridad y policiacas, se caracterizan por la
cohabitación de elementos de unas y otras corrientes.
La
democracia latinoamericana es imperfecta, entre otras cosas porque no se
le permite expresarse, y porque existen fuerzas internas que se
benefician con su ausencia o su debilidad. Allá nos vemos.
La
Habana, 09 de octubre de 2015