Jorge Gómez Barata
Desde
hace unos treinta años, los sindicatos y los trabajadores europeos han reducido
drásticamente su beligerancia en los procesos políticos y sociales. De cierto
modo la clase obrera había desaparecido. Esa tendencia se ha expresado también
en América Latina.
Por
imperativos de orden tecnológico, el crecimiento de la esfera de los servicios,
la economía del conocimiento y otros fenómenos asociados al desarrollo, en el
mundo hay cada vez menos obreros, los cuales apenas se interesan por la
política y el sindicalismo militante. Es evidente que tanto los trabajadores
como sus organizaciones se han integrado al sistema capitalista. Este fenómeno
se manifiesta, entre otras cosas, en la pasividad ante medidas neoliberales que
liquidan sus más importantes conquistas.
La
tesis de que la clase obrera evolucionaria al revés del sistema y se
depauperaría en la medida en que los capitalista se enriquecían, generándose
una toma de conciencia que la haría susceptible de movilizarse contra esa
situación, no se justificó y, aunque debido al aumento de la productividad del
trabajo, la extracción de plusvalía es cada vez mayor, la participación de los
trabajadores en las luchas sindicales y políticas es menos visible.
Tal
vez por eso es más llamativa la enérgica y eficaz reacción de la otrora
poderosa Confederación General de Trabajadores de Francia (CGT), cuyo
inteligente y categórico rechazo a la reforma laboral impuesta por el gobierno
ha dejado perplejos a Françoise Holland y a su primer ministro Manuel Vals.
Fundada
en 1895 la CGT, que llegó a contar con tres millones de afiliados y
originalmente aspiró a ejercer un “sindicalismo puro”, no pudo evitar que en su
seno prosperaran diversas corrientes y divisiones políticas. Disuelta por los
fascistas y reunificada en la clandestinidad, con el fin de la ocupación nazi,
agrupó a la mayor parte de la clase obrera francesa y alcanzó una enorme
influencia sindical y política.
A
pesar de que, junto con el Partido Comunista tuvo un errático desempeño, la CGT
fue protagonista en los sucesos de Mayo de 1968 en Francia, y eje de la mayor
huelga general en la historia de ese país, obteniendo algunas reivindicaciones
y provocando la caída del gobierno de Charles de Gaulle.
La
intempestiva y arbitraria decisión del gobierno del presidente Françoise
Hollande de imponer por decreto una impopular reforma laboral, ha provocado una
reacción no esperada de la CGT francesa que, de modo relampagueante moviliza a
sus 600 mil efectivos, y con una sorprendente capacidad de convocatoria, ha
paralizado la mayor parte de las plantas nucleares y amenaza con desencadenar
una huelga general.
Se
trata de un escenario no previsto. Esta vez no estamos ante un enfrentamiento
de obreros contra patrones por demandas salariales, sino de un contencioso de
los trabajadores contra el poder. El fantasma del 68 cuando la huelga hizo caer
a de Gaulle vuelve a rondar.
Mientras
se lucha en las calles, en un despacho decorado con un retrato del Che Guevara
y una bandera de la República Española, el líder de la CGT, Philippe Martínez,
un ex militante comunista, dirige una organización que parece dispuesta a
recuperar el protagonismo perdido, no solo en el mundo laboral y sindical, sino
también político. En cualquier caso. Allá nos vemos.
La
Habana, 28 de mayo de 2016