Jorge Gómez Barata
El proyecto para crear la bomba atómica comenzó en 1939. En
julio de 1945 Estados Unidos probó la primera y ese mismo año las utilizó
contra Hiroshima y Nagasaki. En 1949 y 1952 la Unión Soviética y Gran Bretaña
se sumaron al club atómico y se conocían los avances de Francia y China.
Alarmado, Dwight Eisenhower, presidente de Estados Unidos señaló que a ese
ritmo, en diez años cincuenta países podían poseer armas nucleares, y en 1953
acudió a la ONU, donde anunció el programa “Átomos para la paz”.
La propuesta de Eisenhower no fue un hecho aislado, sino
expresión de la toma de conciencia por parte de las grandes potencias, incluida
la Unión Soviética, acerca de los peligros de la proliferación nuclear. El modo
como intentó resolverse aquel problema fue relativamente eficaz.
Mediante el programa “Átomos para la Paz”, Estados Unidos
suministró a algunos de sus aliados, incluidos algunos de América Latina,
asistencia técnica y ayuda para desarrollar la energía nuclear con fines
pacíficos, sin incurrir en costosas investigaciones ni avanzar en la llamada
tecnología “dual”, que sirve tanto para usos civiles como militares. La Unión
Soviética hizo exactamente lo mismo respecto a sus socios.
Ambas superpotencias, al igual que Inglaterra, Francia y
luego China, se abstuvieron de entregar armas nucleares a países que no las
poseían, y aunque en los años de la Guerra Fría Estados Unidos las emplazó en
alrededor de veinte países, y la Unión Soviética lo hizo por primera vez en
Cuba en 1962, nunca cedieron el comando sobre tales armas.
Desde los años cincuenta del pasado siglo la ONU se involucró
en la cuestión nuclear, entre otras cosas para frenar la proliferación. En 1957
se creó el Organismo Internacional de Energía Atómica, y en 1967 se adoptaron
los tratados que prohibieron las pruebas nucleares en el espacio exterior, en
los fondos marinos, así como la puesta en órbita de armas nucleares. Aquel año
el Tratado de Tlatelolco estableció la desnuclearización de América Latina.
Un paso decisivo fue dado en 1968, cuando más de 150 estados
suscribieron el Tratado de No Proliferación Nuclear, mediante el cual se trató
de congelar la existencia de armas nucleares en los cinco países que entonces
las poseían: Estados Unidos, Unión Soviética, Inglaterra, Francia y China, logrando
que los estados sin armas nucleares renunciaran a ellas. Entre los países que
no suscribieron el acuerdo figuran Israel, India y Pakistán. La República
Popular de Corea que estuvo entre los firmantes, se retiró en 2003.
A estos instrumentos difícilmente negociados y no siempre
cumplidos, se sumaron los esfuerzos bilaterales de Estados Unidos y la URSS
para el control y la regulación del número de ojivas y misiles. Si bien los
entendimientos no pudieron impedir el debut nuclear de India, Pakistán y Corea
del Norte, y presumiblemente Israel, lograron evitar una confrontación nuclear
en la Guerra Fría.
Las gigantescas maniobras aeronavales de Estados Unidos,
Corea del Sur y últimamente Japón, el emplazamiento de sistemas
anticoheteriles, las sanciones de la ONU, y las pruebas de bombas atómicas y de
misiles de Corea del Norte, así como la explosiva retórica de los líderes
norteamericano y coreano, crea peligrosas situaciones que pueden desembocar en
una catástrofe humanitaria inédita.
Sobrecoge pensar que en los primeros minutos de un conflicto
nuclear en la península de Corea morirán millones de personas. Aun cuando la
humanidad sobrevivirá a semejante prueba, sus nefastas consecuencias la
acompañaran por toda la eternidad. Dios y los hombres condenarán para siempre a
quienes no hicieron lo suficiente para evitarlo. Allá nos vemos.
La Habana, 13 de agosto de 2017
*Este artículo
fue escrito para el diario “Por Esto”. Al reproducirlo o citarlo, indicar la
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