Jorge Gómez
Barata
En las
crisis como la que ahora atraviesa Venezuela están presentes componentes que
por separados son abrumadores y juntos, letales. Se trata del inevitable
desajuste de las estructuras sociales y estatales que acompañan a los procesos políticos
de gran calado, sobre todo a las revoluciones. En Latinoamérica, a la obstinada
resistencia de las clases derrotadas, como un fatal designio, se incluye la
reacción de los Estados Unidos.
A ese
entramado se suma el rechazo visceral de la actual administración
estadounidense a la evolución política de Venezuela liderada por Hugo Chávez
(1999-2013) y Nicolás Maduro (2013…) con los cuales convivieron Bill Clinton
durante dos años, mientras George Bush y Barack Obama lo hicieron durante
dieciséis en cambio, Donald Trump no soporta hacerlo durante dos años.
En realidad,
los cambios más drásticos no han ocurrido en Venezuela sino en Estados Unidos,
donde los hombres designados por el presidente para conducir la política
latinoamericana (Mike Pompeo, John Bolton, Mauricio Clever-Carone y Eliot
Abrams) secundados en el Congreso por los senadores Marcos Rubio, Bob Menéndez
y otros legisladores, conforman la “armada” más conservadora que en décadas
haya ejecutado la política latinoamericana.
Debido al
radicalismo y la intolerancia estadounidense, a las intensas pugnas internas,
se ha sumado la guerra económica y el aislamiento internacional, que dan lugar
a una confrontación extrema y perenne. En el vórtice de este turbión está el
pueblo y su existencia perentoria.
A pesar del
contencioso que durante dos décadas ha impedido el funcionamiento de la
economía y los servicios y creado situaciones sociales y humanitarias
extremadamente delicadas y difíciles de administrar, es particularmente
importante mantener funcionando los grandes complejos tecnológicos, que como
los sistemas electroenergético y de comunicaciones, los servicios de salud,
alimentación, transporte y otros elementos imprescindibles para la vida que son
extremadamente vulnerables y no pueden dejar de operar ni un segundo.
Es lo que
ocurre en Venezuela, un país extremadamente peculiar, entre otras cosas por sus
inmensas riquezas y porque su equipamiento e infraestructura industrial, de
telecomunicaciones, importaciones de alimentos y comercio petrolero, desde hace
un siglo están vinculado al esquema energético y comercial estadounidense,
generando encadenamientos productivos, flujos financieros y operaciones
bancarias extraordinariamente voluminosas y de significado para la economía
global.
A todo ello
se añade la existencia de otras potencias como Rusia y China, interesadas en
esos recursos y cuya confrontación con Estados Unidos es manifiesta lo cual,
además de anularlas como mediadoras, involucran a Venezuela en pugnas
geopolíticas globales.
Las
complejidades del panorama político, agudizadas por los reiterados fracasos de
los diálogos entre la oposición y el gobierno, la negativa proyección de la OEA
y el llamado Grupo de Lima, la llegada al poder de gobiernos hostiles en varios
países, así como el incremento de la agresividad de los Estados Unidos, que
incluyó la expropiación de la petrolera venezolana CITGO y el embargo
petrolero, llegaron a un punto en el cual el diputado Juan Guaidó se
autoproclamó “presidente a cargo”.
El insólito
hecho que el gobierno legítimo no pudo neutralizar oportunamente, pareció una
señal para que se desatara un movimiento internacional concertado contra el
gobierno venezolano, que ha implicado a unos cincuenta países, al conjunto de
la Unión Europea e incluso a la ONU.
En ese
complicado contexto interno y externo, el pasado día siete fue saboteado el
mecanismo automático que controla el funcionamiento de la central
hidroeléctrica Simón Bolívar del río Guri, la cual genera alrededor del setenta
por ciento de la electricidad que consume el país y constituye el núcleo del
sistema electroenergético nacional.
El hecho
denunciado consistentemente por el gobierno que afirma tener pruebas de que se
trató de un sabotaje digital o cibernético, acompañado por otros eventos del
mismo carácter, dejó a casi el 80 por ciento del país sin electricidad durante
varios días con las consecuencias humanitarias y económicas que ello genera y
que ha elevado la tensión política a niveles que pueden ocasionar consecuencias
impredecibles.
Aunque es
difícil encontrar una plataforma negociadora, me atrevería a instar al Grupo
Montevideo a redoblar sus esfuerzos para intentar desmontar los componentes más
peligrosos de la crisis y ofrecer alguna alternativa. Tal vez volver al momento
en que la oposición conquistó la mayoría en la Asamblea Nacional y Nicolás
Maduro ejercía la presidencia sea una posibilidad para encontrar un punto de
partida.
Al respecto
digo como Mujica: “…Tal vez no sea la mejor solución y ni siquiera sea justa,
pero es la única…” Lo otro sería un Armagedón donde no puede haber ganadores.
Allá nos vemos.
La Habana,
15 de marzo de 2019
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El presente artículo fue publicado por el diario ¡Por
esto!